Un largo recorrido mañanero y un agotado camino nocturno. Los servicios del Transmetro están disponibles desde antes de salir el sol hasta cuando se ven las noches oscuras y desoladas. Casi no descansan, ni duermen, al igual que la mayoría de sus usuarios que, en muchos casos, tardan más de una hora en llegar a sus destinos matutinos a pesar de que abran sus ojos en horas tempranas.
Por: Dayana Villalobos Dimare
Por: Andrea Pallares Maestre.
Juan de Acosta es un pequeño pueblo del Atlántico que carga con un lastre mucho más grande que él: es el segundo lugar en el mundo con más enfermos de Huntington después de la región del lago de Maracaibo, en Venezuela. Sin embargo, a nadie le interesa saberlo, mueren a diario, sus tumbas se amontonan y yacen en el olvido. Nadie se hace responsable de esas muertes, pero tampoco de los que aún resisten, que parecen condenados a morirse en vida con el pasar de las horas.
Por Dayana Villalobos Dimare
Detrás de la reja que separaba la sala de la terraza estaba Patricia Isabel Acosta Solano, la mujer que acompañó conyugalmente a Diomedes Díaz por casi tres décadas. Entre las líneas de hierro y vistiendo un conjunto negro de tela alicrada, ella hablaba con los visitantes que se acercaban a preguntarle cuánto costaba la entrada del museo y restaurante en el que se había convertido la casa donde ella siempre vivió y donde el Cacique de La Junta la enamoró. No más $5.000 pesos colombianos bastaban para entrar a aquel lugar y conocer una historia contada a través de retratos.
A raíz de la magnífica obra Chambacú corral de negros, del maestro Manuel Zapata Olivella, donde dotó al imaginario colectivo de un contenido histórico y de una riqueza étnica acerca del desaparecido pueblo, esta comunidad empezó a servir de inspiración para crear arte con su historia, surgiendo canciones referentes al sitio, como por ejemplo, “Cumbia Chambacú”, la canción más célebre y popular que ha sido interpretada en varias versiones hasta el momento. Y también la reconocida pieza, “Tambores de Chambacú” del reconocido Lucho Bermúdez.
Bajo el sol barranquillero se deslizan coquetamente varios hombres que visten pollerones y accesorios femeninos. Lucen largos aretes y hondean pañuelos multicolores al son de la música que sale de una flauta de millo. Esa danza hace parte de una escena festiva, hay cervezas y música a golpe de cueros.
La imagen parece ficticia: negros danzantes entonando versos con una dicción confusa y precipitada, mientras los rodean animales salvajes en lo que parece un ritual de cacería a ritmo de tambor. La muchedumbre, alborotada, acompaña a los líderes de la juerga mientras el sol azota las pieles desnudas. El grupo de negros danza a son africano, tal como una tribu guerrera que honra a la naturaleza con su baile, un escenario propio de El Congo, sin embargo, esto es Barranquilla.
Los hombres fornidos con vestimentas coloridas se mueven libremente, parece que cada movimiento que hacen manifiesta un diálogo con su entorno, o más bien, con la vida misma. Sus vistosas ropas quieren hablar, sus turbantes son largos, exuberantes. No hace falta construir una máquina del tiempo para presenciar esta manifestación cultural en los cabildos negros de Cartagena con la llegada de los africanos, cuando esta práctica se inmortalizó en el Caribe colombiano.
Por: Andrea Pallares.
Ultrajado y manoseado: así se veía, a lo lejos, un canasto repleto de prendas en oferta. Los posibles compradores solo seguían tocando y detallando la calidad de los productos que ya habrían pasado por cientos de manos más. Alrededor solo se podía visualizar un panorama igual al del pequeño canasto, pero a gran escala.